El padre exitoso, el césped bien cortado. La biblioteca de colección, las casas envidiables, los amigos notables, las obras de artistas famosos y los muebles vanguardistas: un escenario perfecto para volarse de angustia.
La complicada relación del fotógrafo con su padre anuda este rollo familiar. Aunque el padre siempre estuvo preocupado por el equilibrio emocional del único hijo hombre que le quedó tras la muerte del menor de la familia, aunque lo apoyó y lo siguió con atención, aunque conocía a los grandes fotógrafos y entendía la importancia de que su hijo estuviera en la agencia Magnum: la cuestión era enredada. Todos sabemos que, desde joven, Queco manifestó un desprecio hacia el modelo de vida de su padre y, al mismo tiempo, buscó su aprobación.
Intento rebobinar. Desde la distancia que me otorgó pertenecer a otro tiempo y situación, y mirar esta historia como si fuera una película, pienso que esta familia, con todos sus defectos, gozaba de respeto ético y cultural. Pero los oleajes psicológicos son subterráneos y legítimas las rabias que se inscriben en el cuerpo. “¿Te das cuenta de la vida que nos han hecho vivir?”, le dijo varias veces a mi madre, aduciendo a cómo le pesaba la importancia que se padre le daba al éxito y a la notoriedad y a lo frívolas que le parecían las cenas y las fiestas en su casa.
No era fácil para el atormentado Sergio ser hijo de este emprendedor que oficiaba de patriarca indiscutible de la familia y que hacía lo que le daba la gana. Siendo un veinteañero, le dijo a su amiga Carmen Silva, la pintora, que repudiaba vivir en la casa más ostentosa del barrio y que se padre manejara autos de último modelo. Su estilo le producía una mezcla de rechazo y vergüenza. A mi madre la hizo cuestionarse todo, le pidió que revisara la vida a la que los habían obligado, donde en realidad no había vínculos familiares. Le dijo que había crecido en una “familia de mentira”. En una carta que envió a su hermana Lucha a comienzos de los noventa, le dice que es necesario revisar un tema familiar: la promiscuidad. Denuncia que, dentro del grupo de los amigos que iban a Zapallar, todos eran amantes de todos y acusa a mi abuelo de haber sido amante de la mujer de uno de sus mejores amigos y de haber figurado luego como padrino en la ceremonia de bautizo del hijo de esa pareja. “Y la Iglesia Católica de tapadera”, acusa. Ahora que he recorrido esta historia puedo entender por qué las libertades de mi abuelo hirieron su intrínseco carácter puritano.
Queda convencido de que su padre había hecho su plata estafando a los obreros, que se aprovechaba de las necesidades de la gente, que hacía negocios y no pagaba impuestos, que era un pituco al que le gustaba llenar la casa de personajes importantes para lucirse: eso me dijo la tía Bárbara. Y en la misma carta a Lucha alegaba que por pura codicia mi abuelo había convertido la ciudad de Santiago en “un infierno”, destruyendo casas con bonitos jardines para instalar edificios modernos que le parecían “monstruosos”. Curioso, si se considera que ya en 1972 su padre había recibido el Premio Nacional de Arquitectura, lo que, al parecer, eso al hijo no le produjo especial admiración.
Despreciaba el mundo social donde se movía su familia. También por carta acusa de que muchos de los amigos de sus hermanas son hijos de salitreros millonarios. “El salitre fue conseguido matando gente, robando a los países vecinos sus territorios. Así otros ricachos”, escribe, señalando que la clase alta chilena “carece de valores, inteligencia, sabiduría y cultura”.
Hacia el final de su vida, solo tres meses antes de morir, en la única entrevista que dio mientras estaba recluido en el Limarí, se despachó esta frase: “ A la gente rica le cuesta mucho ver, sentir; por lo que tienen muchos problemas psicológicos. Como no hay registro de sus problemas, no se dan cuenta de que muchos de sus sufrimientos son consecuencia de su condición, han heredado un karma por abusos y humillaciones que sus ancestros han cometido. Crecieron en la ambición, el poder, el deseo. Tienen vidas tristes. He visto historias de muchos sufrimientos. Les gusta el alcohol, las drogas, la fiesta; los ricos tienen esa mala costumbre de estar rodeados de gente, de andar con la misma gente toda su vida, de ahí no salen, Buscan a otros como ellos, vacíos como ellos. Y como siempre andan todos juntos se arman enredos, envidias, rencores. Eso también les genera un karma importante.
La cuestión es la que todos coinciden es que Sergio, desde adolescente, era una persona extremadamente sensible y frágil. Le apabullaba su padre y lo que simbolizaba. Encontraba que era incapaz de captar las dolorosas contradicciones del mundo. Hay que pensar que en los años cincuenta en las calles de Santiago andaban miles de niños a pie pelado.
Nunca pudo resolver el conflicto con su progenitor: lo criticaba y, al mismo tiempo, buscaba su aprobación. Incluso entró unos meses a Arquitectura en la Universidad Católica, cuando su padre era decano, pero pronto se retiró. Mucho después, cuando acababan los sesenta abandonó Magnum y confesó: “Ya le probé a mi padre que puedo ser exitoso”. Finalmente, cuando se instaló en Limarí, bombardeaba a mi abuelo con cartas recriminatorias.
Con todo, ya en su edad adulta, reconoció que su padre lo había ayudado a formar su sensibilidad estética, que las obras y libros que coleccionaba habían “posibilitado su deseo por las cosas bellas”. En la casa de mi abuelo, donde Sergio creció, estaba la colección completa de la revista surrealista Minotaure, editada en París entre 1932 y 1939, cuyo objetivo era “oponerse a todas las revistas existentes” para fundar la novedad, y donde participaron Aragon, Arp, Bataille, Brauner, Breton, Buñuel, Dalí, Duchamp, Ernst, Miró, Man Ray, Magritte y otros. Cuando la biblioteca salió a remate, después de que mi abuelo muriera, aparecieron libros fundamentales, sobre todo de Cartier-Bresson. Allí estaban obras como The Decisive Moment (1952), Mouscou (1955), D´une Chine a l´autre (1954), Les Dances a Bali (1954), The Photograps of Henri Cartier Bresson (1947). También había un libro del húngaro Brassaï, seudónimo de Gyula Halász, quién a mi juicio, es el fotógrafo más cercano a la estética de Sergio Larraín. El libro se llama Seville en Fette (1954).
Queco mantuvo hasta el final una relación ambivalente con su familia de origen. Se había escapado de ellos y quizás, por eso mismo, le seguían pesando. Ya cuando estaba retirado en el Valle de Limar í, armaba álbumes donde aparecían sus padres y hermanas. También envío alguna vez a mi abuelo fotos que seguía haciendo en su retiro. “No puedo morirme sin haberle tomado la mano a mi Queco”, decía Sergio padre cuando le quedaba poco tiempo. Pero su deseo no se cumplió.
Mena, Catalina (2021). Familia de Mentira. En Ediciones Universidad Diego Portales, Sergio Larraín, la foto perdida. (pp 44-49).